La canción francesa

de Forns, J., Historia de la Música, Tomo II, Capítulo XVII: La música profana. Canción francesa y Madrigal, Madrid, 1948.

Aunque las obras más grandiosas que nos han legado los mejores compositores de los siglos XVI y XVII pertenezcan al género religioso, es en la música profana donde se refleja con mayor vigor, intensidad y vida el espíritu y el ambiente renacentistas. La nación que con sus troubadours y trouveres aportó el primer destello de individualismo a la música había de ser la que en los albores de la decimosexta centuria ofreciese el primer modelo de un arte mundano, que con floración exuberante no tarda en invadir toda Francia, para extenderse por el resto de Europa, con el nombre genérico de Canción francesa.

Desde los comienzos del siglo XVI se había operado en Francia un prodigioso movimiento intelectual, al que contribuyeron, sin duda, las guerras sostenidas en Italia por Carlos VIII, Luis XII y Francisco I. Este último, por consejo de Budé, fundó el Colegio de Francia, o «de las tres lenguas», donde se enseñaba griego, latín y hebreo; mereció con justicia ser calificado de «Padre de las Letras», y protegió con largueza a todas las artes.

En el siglo XVI, casi la totalidad de la música vocal escrita sobre texto en francés pertenece al género que se llamaba Canción. El significado de esta palabra era muy diferente al actual, por lo que algunos historiadores, para evitar equívocos, llaman canciones polifónicas a las de esa centuria. En efecto: una canción era entonces un canto profano a varias voces sin acompañamiento instrumental, muy semejante, pues, al estilo a capella. Al igual que en el género religioso, La mayoría de las obras, especialmente de la primera mitad del siglo, se hallan escritas en estilo fugado. Consistía en dividir el texto en cierto número de fragmentos desiguales, cada uno formado por escasas palabras, y comenzar cada fragmento con la entrada sucesiva de las diversas voces, con iguales palabras y un mismo diseño melódico en las primeras notas, tras de las cuales, y hasta el fin del fragmento, las partes se movían sin otra limitación que las reglas generales del contrapunto. Cada nuevo fragmento, las voces reanudaban sus entradas en imitación sobre un nuevo diseño, que correspondía a las palabras nuevas, para continuar en contrapunto libre. No obstante ser ésta la práctica general, en ciertos pasajes y aun piezas enteras se recurre al estilo armónico, como llamaban a una forma de contrapunto en el que todas las voces llevan simultáneamente el mismo ritmo, con palabras iguales.

En la segunda mitad del siglo, este estilo armónico se irá sobreponiendo, para eliminar progresivamente al estilo fugado. La nueva modalidad no rompió, pues, abiertamente con el pasado, al que debía preciosas conquistas. Sigue adoptando la polifonía y su técnica, pero hace flexible la severidad de escuela. La canción suplanta al rondó y a la balada, formas las más difundidas a partir del siglo XIII. Quizá en exceso sumisa a la gran técnica, ignora todavía lo que luego serán sus pequeños y preciosos artificios ; no siempre tiene plan tonal, y suele modular con torpeza; se preocupa poco de diferenciar los períodos y buscar contraste de melodías, ritmos o movimientos; desconoce el arte del desarrollo polifónico. Mas se afana por responder al sentido del texto y expresar su sentimiento e intención, sin contar para ello más que con su probidad de factura, su deseo de acertar con la belleza y esa gracia especial que le hace genuina manifestación del esprit francés, al que debe su origen.

Las poesías que se utilizan no son obras maestras, ni mucho menos. Dramáticas, líricas o populares; tristes, alegres o atrevidas; galantes y aun obscenas, la mayoría tienen por tema obligado el amor, y su léxico es literario y amanerado, cuajado de lo que Riemann califica de «pequeñeces, frivolidades y naderías»; pero no por ello carecen de una cortesanía de buen gusto, también muy peculiar del esprit francés de todos los tiempos. En los treinta años que se extienden de 1525 a 1555, a la vez que asistimos a los comienzos del madrigal italiano, presenciamos el triunfo incontestable de la canción francesa en toda la Europa occidental. Adquiere importancia y boga tales, que fuera de la Iglesia llega a representar todo el interés artístico, y se extiende con rapidez y éxito, de los que es difícil dar una idea. Para explotar el entusiasmo que despertaban, los editores alemanes e italianos se apresuraron a publicar también canciones francesas, y el género, verdaderamente internacional, ejerció profunda influencia sobre el madrigal italiano y sobre la canción alemana. Al abrirse el período, la serie de innovaciones técnicas que caracterizan a la escuela de Ockeghem se ha impuesto en el dominio de la canción. La estructura a cuatro voces, puesta en moda por la generación de Josquin, es la que prevalece sobre la de a tres, antes la más frecuente, y se inicia la escritura a cinco. Como en la época precedente, la voz que lleva el canto suele ser el tenor, que corresponde por agudeza a la tercera parte. Los viejos modos medievales apenas han sufrido cambio ostensible, y hasta el fin del período no se comienza a alterar el séptimo grado para convertirlo en sensible.

Contribuyó enormemente al auge y difusión de la canción francesa el brusco y extraordinario desarrollo de la edición musical, que inició Pierre Attaingnant en París. No se publicaban sueltas, sino por colecciones. La mayoría eran canciones de amor, en las que, desde el punto de vista del texto, pueden distinguirse claramente dos grupos : en uno, continuando la tradición de siglos, se habla el lenguaje del amor cortesano, elogiando a la dama o lamentando dolorosamente sus desdenes; en el otro, que prefiere los epigramas de Mellin de Saint-Gelais, de Marot o sus imitadores, se relata una aventura galante en pocos versos, espirituales y bien compuestos, aunque el tono varíe desde el intencionado atrevimiento a los límites de lo impúdico.

A las canciones de amor se unen las canciones descriptivas, según las llamaban, aunque el nombre canción pueda parecer inadecuado para composiciones de amplio desarrollo, con duración que a veces sobrepasa el cuarto de hora, en las que las diversas voces, que con frecuencia llevan palabras diferentes, imitan los ruidos y gritos de una batalla, las peripecias de una cacería o una simple disputa de mujeres. Sus cultivadores fueron numerosísimos, tanto franceses como flamencos. Quizá el más antiguo sea Nicolás Gombert (1480-1522), belga, muy alabado en el extranjero, cuyas obras están incluidas en las colecciones desde 1503, y de quien en 1544 se publicaron cinco volúmenes. Claude de Sermisy (1490-1562), conocido por Claudin, maestro de capilla del rey y uno de los compositores predilectos durante la primera mitad del siglo, escribió más de ciento cincuenta canciones, en las que se aprecia la brillantez del trazo melódico, y hace uso casi constante de la forma da capo, siendo el único de su tiempo que emplea tal procedimiento.

Clement Jannequin (1495-1560?), capellán del duque de Guisa, es, sin duda, el que personifica mejor el género durante este primer período. De las cuatrocientas y pico de obras que de él se conservan, cerca de trescientas son canciones. De 1528 data la edición por Attaingnant de un primer volumen de canciones suyas descriptivas, en las cuales veces, gritos, llamadas y onomatopeyas se entrelazan y se superponen. Tan intensa vivacidad encierran estas pintorescas escenas, que cuatro siglos no han conseguido envejecerlas. La más célebre es La guerre, generalmente conocida por La batalla de Marignan, que tuvo la virtud de poner en moda el estilo de batallas, como La casa, incluida en el mismo volumen, también encontró numerosos imitadores. Figura en el tomo El canto de los pájaros, y sucesivamente fue publicando Los gritos de París, El ruiseñor y nuevas batallas, tomas y sitios, con lo que inició de mano maestra el pintoresquismo imitativo, que tanto desarrollo adquiría con los clavecinistas ulteriores. Mas Jannequin no es sólo el padre de la música descriptiva. En el cuadro más restringido de la verdadera canción a cuatro voces ha dejado obras maestras en todos los estilos, llenas de hallazgos geniales. Realista y preciso, como la veintena de compositores menores que con él conviven, tiene vitalidad y juventud. Canta y siente el amor en la Corte de un rey galante, y el ambiente todo se inunda de música, en Francia y en Europa. Este universal deseo de lirismo es quizá lo más serio y profundo en la poesía del Renacimiento.

Durante el nuevo período, que comprende de 1555 a 1600, mientras el madrigal italiano triunfa en toda Europa, disminuye la zona de extensión de la canción francesa. El estilo fugado, del que Jannequin marcó el brillante apogeo, pierde rápidamente terreno y desde el primer momento vernos aparecer colecciones completas en estilo armónico. El número de voces aumenta; la escritura a cinco partes llega a ser de uso corriente, y son numerosas las obras a seis, siete y más voces. Los modos pierden rápidamente su pureza. Sin embargo, el cromatismo, que en Italia se desarrolla de modo fulminante, apenas con timidez se introduce en la canción francesa, para no pasar nunca de algo accidental, que, sin desvirtuar el carácter modal, servirá, en cambio, para comunicarle suavidad insospechada. Si el madrigal suplantó en Europa a la canción francesa, no es porque ésta haya decaído; por el contrario, jamás ha sido musicalmente tan seductora. Pero no logra esquivar una de las más lamentables características del madrigal: la ausencia de una parte que lleve la melodía, por lo que el interés pasa al conjunto, sin la posibilidad de que una línea melódica se superponga.

En esta evolución tuvo primordial influencia el elemento literario, representado por una de las más discutidas personalidades de la época: el poeta Pierre de Ronsard (1524-1585). Ídolo de su tiempo, fue favorito de la fastuosa Corte de los Valois, y sucesivamente Francisco I, Enrique II, Francisco II y Carlos IX le prodigaron bienes y honores. Fue un enamorado de la música. Ciertos historiadores le consideran como un brote tardío de aquella íntima fusión medieval de poesía y música, que se prolonga hasta Machaut desde los primeros troveros; otros creen que en él ha de verse la primera reconciliación de ambas artes en Francia.

No obstante los estudios humanistas, que realizó con el sabio Dorat durante cinco años, y a pesar de tal obsesión por el clasicismo pagano, que le hacía exclamar: «Yo pindarizo», al escribir, a imitación de las de Píndaro, las odas con que inició su gloria y su fortuna, se equilibran en él la cultura con el temperamento, y su musicalidad es muy superior a la de Racine, Moliére y aun el propio Shakespeare, tanto por naturaleza como por convencimiento; tanto por reflexión como por innata vocación de artista. Cual Platón, ve en la música el plano de las musas; afirma que sólo la lira debe y pude animar a los versos y darles su justo peso y gravedad, y en su famosa dedicatoria a Carlos IX sostiene que quien no ama la música, no es digno de ver la dulce luz del sol.

Con la ambiciosa vanidad de compararse a astros, funda con seis de sus más intrépidos partidarios la célebre Pléyade, palabra que ha perdurado para designar a las selectas minorías literarias y artísticas. Se une a su compañero de estudios Baif para establecer, en 1567, la Academia de Poesía y Música, confirmada tres años más tarde por Real Privilegio, y a cuyas sesiones no desdeñara acudir personalmente Carlos IX. Mas no llega a caer en las exageraciones métricas de aquél. Ronsard fue un maestro de la forma perfecta; Crea ritmos, estrofas y combinaciones nuevas y bellas, con contrastes y pies quebrados, sugeridores de insospechados acentos musicales. Gozaba oyendo cantar sus poesías, y cuando no se prestaban al canto, aconsejaba su recitación entonada sobre un fondo de lira o laúd. Terrible suplicio para él, al ser víctima de una sordera progresiva.

Durante los treinta años que aproximadamente duró su boga, tuvo Ronsard por colaboradores a dos generaciones de músicos. La primera la representan compositores netamente franceses, cual Pierre Certon (1505-1572), Marc-Antoine Muret (1506-1585) y los ya citados Goudimel y Jannequin. En las canciones de Certon, discípulo de Josquin, se encuentran todavía restos de arcaísmo, que ya desaparecen con Goudimel y dejan paso a inspiración característicamente francesa con los atrevimientos de Jannequin. En la segunda generación, veinte años más joven, y cuya actividad se extiende durante la última mitad del siglo XVI, con franceses como Nicolás de la Grotte (†1587?) y Guillaume Costeley (1531-1606), se mezclan los flamencos Arcadelt, Lasso y Philippe de Monte o de Mons (1521-1603).

Estos últimos, con excepción de alguna sencilla canción de Lasso, se suelen complacer en la riqueza del colorido armónico y en la sabia ingeniosidad del contrapunto, mostrándonos el estilo madrigalesco en pleno apogeo y esplendor. En contraste, los músicos franceses de esta generación presentan rasgos tan exclusivamente nacionales como la claridad, la simplicidad, la precisión del diseño rítmico y la ligereza de trabajo contrapuntístico, que, en ocasiones, deja paso a la pura monodia acompañada. Costeley es uno de los mejores y más representativos autores de canciones francesas. Sin llegar a la originalidad de Jannequin, su gracia, su frescura y su elegancia no encuentran parangón. El esprit francés brilla con todos los primores y delicadezas de un exquisito arte cortesano, en el que bajo aparente ingenuidad, voluntaria y consciente, se acompaña de una gentileza y de un garbo deliciosamente traviesos.

Modelo es su famosísima canción sobre la oda de Ronsard, Mignonne, allons voir si la rose. Es un arte de refinamiento y selección que responde a una época, quizá un poco decadente por superación de cultura y por saciedad de lujos, glorias, amores y placeres. Mas por eso mismo exhala un aroma concentrado, intenso y penetrante, tan quintaesenciado, que es imposible de improvisar. El Aire de Corte, dulce, gracioso y bello en formas y ritmos, será una atrayente derivación que ha perdido la intensidad y fuerza del viejo perfume. Únicamente los sonoros alquimistas franceses de nuestros días han conseguido con sus preciosismos armónicos, fruto también de la más selecta depuración intelectual, cultural y estética, encontrar la perdida fórmula de aquel inimitable y añejo esprit francés que hoy nos sirven en el más actual e iridiscente envase.

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